Juan era un buen estudiante. Cuando
acabó su carrera hizo un viaje largo para conocer otros países. Descubrió otras
gentes, otras costumbres y lugares. Sintió que de tanto aprender volvería a su pueblo
cambiado y nadie le conocería.
Llegó un domingo y caminó por las
mismas calles que bien conocía. A la esquina estaba el pordiosero que no podía valerse.
Como siempre le dejó unas monedas. Algo de pan podría comprar.
También visitó su iglesia de bautismo
y comunión. Era la misma aunque con otra mano de pintura. Rezó a su patrono y recordó
a sus mayores que se reunían allí domingos como ése.
Compró en el estanco de loterías
un número, como siempre, para conversar con Paco y ayudarle un poco en sus ventas,
era un hombre de buenas palabras.
Pasó por la panadería, llevó como
siempre una barra y se interesó, como siempre por la dueña.
- ¿está mejor de las espaldas doña Eugenia?.
Y otra vez encontró a su viejo profesor
de historia, con su gastado bastón y su paso lento.
- Señor, le ayudo a cruzar.
Le habrá ayudado así incontables
veces desde la jubilación cuando quedó casi ciego. Seguramente ni le reconocería.
- Gracias, Juanito.
Una chispa le recorrió la espalda.
- ¿Me conoce Usted?.
- Claro que te conozco. Y el pordiosero,
y Paco, y doña Eugenia, y Julián, el párroco donde rezas. Los viejos podemos estar
ciegos, pero seguimos viendo. ¿Y tú, qué has visto en tu viaje?.
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